jueves, 21 de agosto de 2014

Mi adiós a Robin Williams - La Columna de Logan.



Nos hemos olvidado de quien fue Robin Williams, y por eso su deceso pasó sin mucho ruido, o como mínimo no más del habitual cuando una figura pública con su peso y su edad abandona este plano existencial. Si, por supuesto que se habló del caso, que si fue suicidio o no, que si fue por la cancelación de su reciente show The Crazy Ones o porque tenía párkinson, que si quería ser padre de nuevo y estaba hablando de próximos laburos horas antes de su muerte entonces no tenía motivos para el suicidio… se habló de su lamentable muerte, en la búsqueda de una razón o una justificación que le dé sentido a la decisión que tomó, porque para la masa el suicido está muy a la izquierda, muy en el borde de la mesa donde se debaten los temas cotidianos, tan en el extremo como el aborto o la adopción de chicos por parte de parejas homosexuales, por ejemplo… De lo que casi no se debatió es del hueco, el gigantesco espacio vacío que genera la pérdida de un actor como este. Vamos a ver si logro remediar esa situación con esta entrada, aquí, en Tierra Freak.


Pescador de sonrisas

Yo, siendo mucho más joven de lo que aún soy (?), a la tierna edad de 10, 11 años, formulé una teoría en mi cabeza, y luego expresé públicamente un enunciando que sabía de antemano podría defender a capa y espada, porque muchos actores, con sus trayectorias, sostenían dicha hipótesis. Lo que con los años olvidé fue cual de todos ellos se transformó en el disparador de dicha frase, y por supuesto no podía ser otro que este histriónico comediante nacido en Illinois, Chicago. Mi dictamen postulaba que todo actor que se desempeñara exitosamente como comediante y lograra sacarte no solo risas sino terribles carcajadas, estaba perfectamente capacitado para componer personajes sobrios, dramáticos e incluso turbios y perturbados, dado que no existía mayor desafío para alguien que se desempeñe en esta profesión que provocar una risa en un público adverso. La verificación de esta conjetura me la dio una enorme, gigantesca película, Good Morning, Vietnam (1987), una obra maestra de Barry Levinson [Sleepers (1996), Wag the Dog (1997), Donnie Brasco (1997)] que tiene tantas lecturas, tantas facetas y es tan compleja que ameritaría ella sola una reseña propia. Lo que quiero rescatar de la misma –lo único válido si no quiero delirarla más de lo conveniente- es la caracterización de Robin Williams dando vida a este irreverente conductor de radio llamado Adrian Cronauer, que se transformó en la voz de toda una generación, y en un manual de estilo de cómo romper estructuras y generar un clima propio en ese precioso medio. Con Cronauer, Williams sencillamente te despistaba, te desorientaba y te llevaba a un terreno inclasificable sin pedirte permiso. Cronauer fue un locutor de radio que no pudo evitar involucrarse más de la cuenta en el conflicto bélico más duro que sostuvo la nación del norte (duro porque fue una guerra que perdieron, por supuesto), y aprovechando las herramientas que ofrece la ficción y el acuerdo tácito entre el espectador y los realizadores, no se contentaba con solamente entretener al oyente, y hacerlo pensar y reflexionar a través de la ironía y el sarcasmo, iba dos pasos más allá y tocaba esa fibra sensible en las tropas, lo que provocó, semanas después, que los altos mandos militares le metieran una patada en el orto y lo callaran… momentáneamente. Que Good Morning, Vietnam haya tenido una excelente recepción cuando fue estrenada daba cuenta de que en esos años Reaganistas algo se estaba gestando en la sociedad norteamericana, un cambio de aires propulsado por una reflexión y una auto-crítica, que recién darían sus frutos a inicios de los ’90. Williams no era abanderado de dicho cambio ni mucho menos, solo un síntoma de esta tendencia que poco a poco se vería reflejada en la pantalla grande, y de la cual el bueno de Robin –eso sí- sería un protagonista indiscutido.

La Sociedad de los Comediantes Muertos

Sin embargo, me desvié 15º del objetivo de esta reseña, algo lógico cuando uno dedica tanto tiempo al film arriba citado. Con un tipo como Williams se complica reflexionar sobre su carrera más que nada porque cargaba sobre sus espaldas con más de sesenta producciones cinematográficas en las que se había involucrado, ya sea como protagonista o colaborando con un personaje secundario o un cameo, y tuvo al menos una decena de series de t.v. en las cuales su presencia hizo la diferencia, siendo la más recordada por sus fans aquella primeriza y épica Mork & Mindy de fines de los ‘70. Un error habitual cuando ciertos periodistas con poco amor por la investigación deciden referirse a la carrera de este actor es señalar un violento cambio de rumbo en su carrera, en la cual supuestamente pretendía separarse de aquellos papeles cómicos que lo habían instalado en el inconsciente colectivo del público, para mostrar la chapa de actor dramático, a principios del nuevo siglo. Lo cierto es que Robin Williams casi desde sus inicios dio muestras de ser un actor de carácter del carajo, la única diferencia quizás radica en que desde One Hour Photo (2002) hasta acá se animó a ponerle la piel a personajes sórdidos, oscuros, perturbadores y desagradables, pero teniendo en cuenta su construcción y caracterización, preciosos. Que casi siempre a lo largo de su carrera Williams haya hecho uso del humor para poder conectarse con su público no significa que papeles como el del profesor sensible y zurdo de Dead Poets Society (1989) o del obsesivo médico de Awakenings (1990) no hayan requerido de él algo más que la capacidad de poder sacar una sonrisa. Y como si fuera poco al año siguiente, de la mano de otro genio, el director Terry Gilliam, clava a ese adorable homeless desvariado en busca del Santo Grial en The Fisher King (1991). Justamente en esta producción nos regala otra gran faceta que se contrapone con el recurrente recuerdo de un actor histriónico al borde de la hiperventilación: en una cena que comparte con los personajes de Jeff Bridges, Mercedes Ruehl y Amanda Plummer, para congraciarse con esta última decide acaparar la atención y con una maestría absoluta da clases de pasos de comedia con una inusual ausencia de diálogos.
La voz del genio del Aladdin (1992) de Disney, entonces, durante la década pasada nos demostró que podía estar a la altura del mejor villano de Batman, tal y como lo presentó Nolan en Insomnia (2002) y como lo vimos en la ya mencionada One Hour Photo (2002), pero también podía mostrar la sordidez y el pesar de una vida voyerista dedicada a observar la existencia de los otros en The Final Cut (2004), una enorme producción (enorme por el planteo que haced y el espejo que le ofrece al público, algo que claramente molestó al espectador que no acompañó a la misma con la taquilla) injustamente condenada al olvido.

El hombre sexagenario

Si de algo podrá jactarse Robin Williams allá donde vaya, es que se dio el gusto de caracterizar todo tipo de personaje, y siempre salir airoso del desafío, la mayoría de las veces dejando una huella enorme y levantando la vara unos metros para quienes pretendieran seguir su camino. Desde un robot que comienza a experimentar emociones humanas en Bicentennial Man (1999), el film que adapta el cuento corto homónimo de Isaac Asimov, hasta un niño de 10 años con el cuerpo de una persona de 40 en Jack (1996), desde el excéntrico doctor que cura con el humor en Patch Adams (1998) hasta el travestismo del ama de llaves inglesa de Mrs. Doubtfire (1993), desde el satírico conductor televisivo que se postula a la presidencia de U.S.A. en Man of the Year (2006) hasta el inolvidable terapeuta que logra penetrar las defensas psicológicas del introvertido personaje de Matt Damon en Good Will Hunting (1997), el inolvidable film de Gus Van Sant por el cual Williams ganó el único de los 4 oscars a los que fue nominado [ Las otras 3 nominaciones fueron por The Fisher King (1991), Dead Poets Society (1989) y Good Morning, Vietnam (1987), obviamente]. Siendo así, la trayectoria de este monstruo es inclasificable, por eso me turba un poco cuando se lo etiqueta: de todos los “comediantes” de su generación es el único que transitó por caminos tan diversos con resultados tan satisfactorios. Pero no por eso cada uno de nosotros guarda su propio recuerdo único y personal, aquel que cuando cerramos los ojos y pensamos en él se nos viene a la mente casi de forma instantánea, y si bien, como comenté al principio de esta reseña, una de las películas que más me 
marcó de él fue Good Morning, Vietnam, al escribir este artículo recordé un detalle no menor, que podría ser validado por mis hermanos y mis padres si leyeran este texto: desde principios de los ’90 (momento en el cual yo estaba cursando la secundaria) hasta que me fui de ese departamento a finales del 2006, la puerta de mi dormitorio estuvo decorada con el poster de una película, Hook (1991), esa bellísima producción producida y dirigida por otro animal del cine, Steven Spielberg (si mi memoria no me falla es la única vez que Spielberg lo dirigió a Williams en un protagónico), que como todos recordamos es una fábula acerca de la pérdida de la inocencia en los adultos. Si bien el personaje de Robin Williams en el film es un adulto que ha logrado conformar una familia (de hecho el meollo de la trama está anclado en el secuestro de dicha familia), algo que yo aún no pude realizar, claramente me siento muy identificado con ese personaje, que creyó que el camino para madurar y ser alguien dentro de esta sociedad era desprenderse de las fantasías y los juegos de nuestra niñez, y termina cayendo en la cuenta de que, para él, esa no era una opción si quería ser feliz. 

Y es verdad, es cierto, pocas cosas son casuales y hay conexiones allá donde no las vemos. Probablemente Hook sea una de las películas que más veces vi de Robin Williams, consciente e inconscientemente, y haber vivido con ese poster en mi pieza durante una década y media de mi existencia no fue algo azaroso, fue una declaración de principios. Hoy lo sé porque ya he tomado distancia de mi niñez, de mi secundaria y de aquellos primeros años enfrentando el mundo real lejos del amparo de mi familia, hoy soy un adulto y sé que nunca voy a cansarme de jugar, jamás voy a dejar de encontrar un goce en aquellos entretenimientos que solían (y a veces “suelen”) estar relacionados con la niñez. Otra lección más de vida que aprendí con Robin Williams. Te vamos a extrañar horrores. Los espero la semana que viene, aquí, en Tierra Freak.
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